LA VISITA
Gustavo Mario Fontana
Sus ojos alumbraban la noche. Sus pupilas, exageradamente dilatadas, le permitían ver más allá de lo que ningún otro animal podría alcanzar a divisar en la penumbra de la selva. Con su andar sereno, sensual, atravesaba la cerrada vegetación casi imperceptiblemente. Se diría que sus patas no llegaban a tocar el suelo.
Pocas cosas podían hacerle temer. En la inmensidad del monte, ambiente impenetrable donde la lucha por la supervivencia era un hecho cotidiano, él era el amo. Esa autoridad fluía en su sangre así como el terror congelaba la de sus víctimas, a las que acechaba largo tiempo sin ser descubierto, sigiloso, casi a voluntad. Aunque no pudiera tomar conciencia de ello, ése era el mandato de un yaguareté.
Sólo algo lograba dominarlo, embriagándolo como los aromas de miel y azahar que brotaban de la otra orilla: la imagen de la luna llena reflejándose en el río. Podía permanecer inmóvil durante horas hechizado por ese disco de plata que inundaba la jungla con su luz, como si quisiera revelar el insondable misterio oculto bajo el follaje.
Aquella noche la luna no brillaba en el cielo, y el único movimiento que se alcanzaba a percibir era el de las aves nocturnas revoloteando entre los árboles gigantescos. Pero el yaguareté estaba inquieto, agobiado por esa atmósfera cargada de humedad. Hasta que repentinamente brotó del cielo una luna enorme, que despedía fuego por sus bordes mientras giraba sobre sí misma a una indescriptible velocidad.
Jamás había visto a la luna tan cerca de sus dominios. Entonces, por primera vez desde que había dejado de ser un cachorro sintió lo mismo que sus presas cuando intuían la presencia del yaguareté: eso era miedo.
La jungla se sacudió en medio de un rayo que incendió la vegetación más próxima al lugar, cuando el cuerpo luminoso descendió en un claro proyectando reflejos multicolores en innumerables direcciones. El yaguareté estaba aturdido por lo que sucedía frente a sus ojos. Aún dominado por el pánico, su instinto lo empujaba a seguir observando aquel espectáculo deslumbrante: ¿sería la luna que había bajado a buscarlo?
Cuando por fin amainó la tormenta desatada por el estruendoso descenso de aquella masa incandescente, una vez detenida, unas figuras luminosas surgieron de su interior. Entregadas a una hipnótica danza, como luciérnagas indiferentes, se separaron para internarse en la jungla hasta perderse de vista. De inmediato, el fulgor comenzó nuevamente a girar.
El yaguareté seguía encandilado cuando otro relámpago lo encegueció. Con el rugido de un trueno la luna de fuego se elevó y desapareció, dejando una inmensa nube de polvo tras de sí. Los animales huían despavoridos ante el caos, con sus gritos y chillidos, creando una salvaje coreografía alrededor del felino petrificado, ajeno a ese aquelarre. La primera estrella de la mañana lo encontró allí, temblando.
La luna no volvió. Pero desde entonces el yaguareté contempla el reflejo de la luna en el río con un mudo temor, desde aquel claro del monte donde un enorme círculo de tierra quemada es fiel testimonio de la visita.
Gustavo Mario Fontana