martes, 2 de diciembre de 2008

revista coartadas nº4

TALLER DE NOVELA

Coordina : Mario Goloboff

Gloria Molina

ABDULAH (Fragmento)

Cuando llegué a Barcelona con una maleta de ilusiones a cuestas y un escaso bolsillo, comprendí que la inconmensurable llanura de mi patria había quedado para siempre atrás. Había abandonado también, todos mis afectos y me costaba creer que tal vez por mucho tiempo no los volvería a ver. Debí recurrir más de una vez a realizar aquellos trabajos que los nativos no estaban dispuestos a realizar, porque la necesidad y la desesperación me obligaron. El hambre y la ilegalidad suelen ser malos compañeros y ninguna esperanza menguó, por ese entonces, el desarraigo y la tristeza que me invadieron. Noches enteras de insomnio y pesadillas, compartidas con otros desterrados como yo, que por motivos políticos o económicos, soportando hambre y frío, esperanzados en cambiar el destino, intentábamos en el desamparo de los barrios marginales de Barcelona, fortalecer el espíritu. Había dejado atrás una familia unida y próspera que lloró la ausencia del hijo ausente sin saber que el abrigo y la alegría habían sido reemplazadas por la desnutrición y el llanto. Era aquella más que nada, una desnutrición del alma y si bien el cuerpo no estaba bien alimentado, sobrevivía. Merodeé durante días enteros en la búsqueda constante de caridad y afecto. Visité a algunos conocidos con la esperanza de compartir con ellos una mesa bien servida que me reconfortara un poco. Pero fue inútil. Nadie se dio cuenta que zozobraba y la mano tendida que no sabía pedir limosna, permaneció vacía. Conozco bien la intolerancia y la xenofobia: la he padecido. A veces, abandonaba en manos de Dios mi porvenir, pero no hay como hundirse hasta los tuétanos para bracear desesperado intentando salir a flote y puede más el orgullo que la miseria y el frío. Cuando echo una mirada hacia aquellos años, me recorre el cuerpo un estremecimiento, y a veces, frente a la flama del hogar encendido que ahora calienta mi alma, esa sensación de no entrar en calor, a pesar del abrigo, me vuelve a sacudir por si me hace falta. Sin embargo, pude superar la soledad, porque el exiliado es fraternal y solidario y si alguna vez deba buscar un buen oyente para las penurias de la vida, que aunque sobre el dinero, nunca faltan, sé bien a quien acudir.

Conocí a Abdulah en las ollas populares de los suburbios catalanes, donde el hedor a basura, marihuana y estiércol contaminaban el aire. Aquel chaval que no tenía ni trece años, entumecido por el infortunio se había degradado hasta la prostitución y sin embargo pese a su edad había sido capaz, en un acto de arrojo, de cruzar casi a nado el Mediterráneo sostenido a un cayuco que ya llevaba demasiada gente y que hacia agua por todas partes. Al escuchar sus palabras carentes de toda jactancia, todos los que estábamos allí, enmudecimos de respeto. Desconocía el miedo porque su fe era más fuerte que cualquier otro sentimiento. Y a pesar de un descreimiento feroz en sí mismo, cinco veces al día, extendía una pequeña alfombra que le servía para rezar, y de rodillas clamaba a su Dios, quién sabe que primordiales peticiones. Pero jamás nadie se burló de él, aunque era una costumbre que entre nosotros se practicaba con frecuencia. Al contrario, en las noches de frío, el poco abrigo que había era para Abdulah, y a cambio, con toda devoción y altruismo nos incluía en sus oraciones. Haberlo conocido me enriqueció, me dio las fuerzas necesarias para volver a luchar y me pregunto si no fue su Dios el que me abrió las puertas para que se cumpliera mi destino.

Con mi experiencia a cuestas y el criterio esclarecido no me quedaban más que holgadas ambiciones que llevar a cabo y en eso puse las últimas fichas que me quedaban y me jugué todo para colaborar con el porvenir que venía fructuosamente a mi encuentro. No escatimé ni esfuerzos ni esperanzas, la cuestión era ya no sobrevivir, sino enfrentar la realidad que me devoraba sin remedio y me despojé de aquel disfraz de infortunado que había usado hasta entonces y que a la sazón, comprendí que la gente lejos de entender, lo reprobaba.

Habían pasado diez años desde entonces. No voy a relatar como cambió mi vida, porque sería extenso y no viene al caso. Por aquel tiempo Abdulah vendía el butano envasado con que se calentaban las estufas, por las calles del Barrio Gótico donde yo me había ido a vivir, por un magro salario que apenas le alcanzaba para subsistir. Pero, cuando mis medios me permitieron ayudarlo, lo empleé en el pequeño bar que abrí frente a La Rambla de Les Flors, próximo a La Boquería y que le permitió ahorrar lo suficiente como para instalar una sucursal en Fez, que les permitiría vivir dignamente a su madre y sus hermanos. Aprendió al lado mío los secretos de la buena cocina argentina y del negocio gastronómico, que él sin duda optimizaría, le sobraba inteligencia y aunque nunca había aprendido a leer y escribir, interpretaba bastante bien, cinco idiomas. Pragmático, aprendiz de buscavidas, negociante idóneo, me señaló el camino, muchas veces. Su solidaridad infundió en mí la necesidad de restituir lo que la vida me había dado. Aprendí de él que, aunque uno no consiga hacer realidad los sueños, no todo son reveses y que la amistad trasciende cualquier frontera.

Empeñado en regresar a su tierra no encontró obstáculo que no pudiera salvarse. Dispuso todo para partir para el mes de Ramadán y esa última noche cenamos en mi casa. Los viejos recuerdos nublaron nuestra vista, un dolor sordo enmudeció nuestros corazones y cuando ya no nos quedaban más lágrimas ni risas, se levantó, se quitó un pequeño amuleto que había llevado atado a su cuello y me lo dejó en las manos. Lo acompañé hacia la puerta, nos despedimos con un abrazo que me pareció eterno y verlo partir me dejó un vacío que todavía no he podido llenar. Lo había aprendido a querer como se quiere a un hermano, como se debe querer a un hijo y me pregunté si acaso la vida le pagaría con creces tanto sufrimiento. Y oré, como había orado él por mí, para que Alá lo acompañara en ese largo regreso a casa. Y aunque, desde entonces no lo he vuelto a ver, sé que, a la hora del crepúsculo, cuando irremisiblemente cae la noche, él también piensa en mí.

Pablo Puente

El TUERTO (fragmento)

En este lugar no tener un ojo pasa a ser un mérito, un símbolo de virtud. Los ojos se pierden en pelea y, como una nariz plana, dan fe del coraje mostrado alguna vez.

Con el ojo bueno, único, puede mirar fijo, desafiante, un rato largo. La mirada del observado puede ir y venir simulando entretenerse un tiempo con el humo del cigarrillo, con la botella transpirada, con el cenicero rebalsando de filtros y ceniza, y volver a toparse con la de él, clavada, como de vidrio, brava, inerte, sin expresión, desprovista de todo rasgo de temor o de cualquier otro sentimiento. Entonces, ignorar lo que pasa adentro de esa cabeza no es poco. Da miedo no saberlo. La noche lo hizo así. Seguro. Vivir de noche. Dormir desde que el cielo claro anuncia otra madrugada hasta no tener más sueño. Abrir el ojo de a poco. Levantarse hambriento a disfrutar sin ninguna culpa la comida que no pagó. Tener el inmenso coraje de sobrellevar la existencia como un salvaje más. Andar la oscuridad. Todas las oscuridades, no algunas. Saber cada baldosa, cada cordón, cada rincón misterioso. Pelear cada combate con el odio justo, con el miedo exacto. Aunque siempre lo vi inmóvil, puedo imaginarlo andando en la semipenumbra que resulta del alumbrado público. Bajo estrellas brillantes, incontables; bajo el cielo hecho de plomo que tapa la luna con maldad. Corriendo para cruzar la calle con la ilusión de un refugio seco en la otra vereda, a través de una cortina de lluvia helada de invierno. Puedo imaginarlo peleando. Sacando las manos veloces. Lastimando. Haciendo brotar la sangre rival. Arrancando, por qué no, otro ojo para vengar el que ya no tiene. Dejando, vanidoso y compasivo, huir al contrincante malogrado. No necesita fumar o tomar cerveza o whisky para ser sensual. Le basta su porte guerrero. La cabeza altiva ahora se mueve unos pocos milímetros, décimas de grado, siguiendo con atención módica la bola que marra su destino en la mesa de pool. El partido es malo. La esfera blanca parece ir la mayoría de las veces para donde quiere y, de vez en cuando, hasta se sale de la mesa y rebota por el piso, entre los pies de los parroquianos voluntariosos que la buscan para devolverla a su confín natural.

Uno de los jugadores, enfundado en una campera de motociclista hecha de un cuero que merece ser cuerina, es el innegable campeón del lugar. Hace desfilar a sus rivales que, sin pena ni gloria, van colocando las fichas, que son a la vez comienzo y apuesta mínima del juego. Un boliviano que tiene en la oreja izquierda un aro del que pende una cruz parece estar cerca de prevalecer, pero al final cae como todos. Antes, el desafiante fue un hombre con un brazo muerto y una forma extraña y limitada de tiro, causada por su defecto. —¿Con esa técnica rudimentaria pretenden ganarme? —les pregunta el campeón con sonrisa sobradora, mientras le hace una seña al que sigue para que ponga su ficha. Este es un adolescente de risa fácil y sonora. Tiene puesta una remera que evoca la tapa de uno de los discos de los Redondos con la palabra “oktubre”. Debiera estar en otro lado. Quizás todos debiéramos estar en otro lado. Este lugar no tiene nada de malo, pero tal vez todos debiéramos irnos a uno que tenga algo de bueno. Tal vez. Sin embargo, el chico mira a sus compañeros de noche, que lo doblan en edad —aun el más joven—, con admiración inocultable. Se burla de ellos y otra vez estalla en carcajada solitaria. Es un gesto que afirma su pertenencia al grupo. A este clan de perdidos que distraen sus penas como si la vida fuera una bola negra con un ocho pintado. No es difícil notarlo: casi todas las figuritas de su álbum están acá.

Hay humo y una suma de olores que, combinados, no resultan ser ningún olor.

La Quilmes corre como si fuera gratis, obnubila y ayuda a encontrar algún rasgo sensual en la mesera. Esas cosas que la sobriedad suele negar. Algo muy oculto. Algo que la separa definitivamente de las pasarelas de alta costura y, no obstante, la convierte en la reina de este lugar. Dos prostitutas comparten una charla en otra mesa. Parecen hablar de temas cotidianos. Están pasadas en edad y en kilos para su oficio. Las caras tiene el cansancio no de un día, la jornada aún no comenzó. Es el hastío del tiempo, el agobio de los siglos. La vida les pasó por encima bajo la forma de mil cuerpos de hombres, con la promesa de un futuro mejor que nunca llegó. Conservan la risa estentórea, el rictus de lascivia justa en la mirada; nada más. Viéndolas no se imagina una noche de trabajo agitada. Hay algo de grotesco en su ropa, que no disimula excesos culinarios ni defectos morales y contraría cualquier acepción de la teoría de color. La juventud se fue con una promesa de ahorro que nunca llegó a concretarse. El sueño de la peluquería propia, del almacén o de un mínimo kiosco que asegure bien estar. El tuerto no las mira. Puede olerlas, intuirlas. Son parte del paisaje. No atraen su atención. Una pareja de novios entrelaza sus dedos mientras se mira con deseo y, con la mano libre, comparte una cerveza. No parece haber dinero para mucho más. Escuchan una canción que ella fue a elegir en la máquina para, en el trayecto de ida y vuelta, arrancar miradas más o menos discretas bamboleando las caderas, que parecen esforzarse por vencer la opresión que les impone el jean. Los sobrantes que surgen entre el cinturón y la remera demasiado corta despejan toda duda: ese pantalón no es de su talle. El televisor puesto en alto, sin volumen, muestra una velada boxística transmitida desde Las Vegas. Hay joyas, mafiosos indespeinables, chicas de tapa de Play Boy. Otro mundo. Sobre el ring, un negro neoyorkino y un mejicano parecen dispuestos a arrancarle la cabeza al prójimo. Los músculos se tensan y las miradas están encendidas de odio y ambición. La campana que culmina cada round les llega, indefectible, cada tres minutos, como una molestia. Entonces se sientan en sus rincones y escuchan a los segundos con impaciencia. Indiferentes a cortes y cardenales solo esperan volver a pararse. El minuto de descanso se les representa eterno, sirve para recomponer la respiración pero no interrumpe la furia, más bien la acrecienta. Son tipos duros, parece. Sin embargo, tienen sus dos ojos. Se sabe: la pelea con guantes es un arte menor.

Un patrullero pasa cansado por la calle. La baliza se apaga y se enciende y da una intermitencia azul. Agrega de esta forma un toque de color a las tres dominicanas que esperan. La menor no debe tener quince años, las otras dos son más robustas y de caderas poderosas. El auto policial les pasó justo por enfrente antes de parar en el semáforo, pero es como si no las hubiera notado. Ellas tampoco dieron señales de inquietud. Son las dos de la mañana así que la noche está renaciendo. Me quedan pocos cigarrillos. El Zippo rayado pero eficaz que recibí hace tanto como un regalo me recuerda que un día fui un marido en casa propia, obligado a cortar el césped los sábados, con un perro que me recibía, feliz, al llegar del trabajo. Pretéritas noches familiares que hoy me llegan al recuerdo borrosas, como si las hubiera leído en un cuento de Carver, con detalles que la memoria añade o tergiversa, virtudes de mujer que se agigantan y peleas domésticas que hoy aparecen como incausadas, aunque alguna vez sintiera que me acercaban al homicidio.

El tuerto sigue inmóvil en su sitio que es, por su sola presencia, elevado a la categoría de trono de rey soldado. Su quietud ahora es tan absoluta que destaca el hincharse y deshincharse del cuerpo al respirar.

No conozco su nombre. Puede llamarse Félix, Tobías, Fernández, Marcos. No lo sé. Tampoco necesita ser llamado de alguna forma, porque un llamado es una orden y él no da ni recibe órdenes, como ningún otro gato.