lunes, 19 de abril de 2010

COARTADAS Nº5

TALLER DE CUENTO

Coordina: VICENTE BATTISTA
No me canso de repetir que escribir es corregir. Ese es el criterio que utilizamos en el Taller: luego de una primera lectura en voz alta, digamos que para conocer el tema, vamos directamente a la escritura con el fin de determinar si es adecuada a la historia que está narrando. El propósito es que todos intervengan con sus opiniones, críticas y elogios. Invariablemente, deberán explicar el por qué de la crítica o la razón del elogio.
En base a ese criterio se seleccionaron los cuentos. El juicio definitivo queda a cuenta de cada lector.
VICENTE BATTISTA



por JAVIER CARREIRA

Era noche de verano. Juan, hundido en el sillón, miraba TV a todo volumen. Sostenía una lata de cerveza con una mano y el control remoto con la otra. Junto a él había un paquete de papas fritas y otras dos cervezas sobre una mesita ratona. Su torso estaba desnudo y en su gordo abdomen se reflejaban los coloridos destellos de la televisión. Juan subió los pies a la mesita ratona y se acomodó mejor en el sillón. Reía de casi todo lo que veía y el sonido de la risa superaba el volumen del aparato. Juan... - dijo Mirta, desde la cocina.- ¡Juan! ¿No escuchás el timbre?
-¿Eh? - Juan bajó el volumen de la TV- ¿Qué me decís?
-Que atiendas el timbre. Yo no puedo...
-¿Sonó el timbre?
-¡Si sonó! ¡Atendé te digo!
Juan, atascado en el sillón, intentó levantarse, contrajo el abdomen tanto como pudo y volvió a intentarlo. Una vez de pie, limpió su torso de pedazos de papas fritas, buscó su remera.
Sonó nuevamente el timbre. - ¡Juan! - gritó Mirta.
-Estoy yendo.
-¡Dale, querés!
-Si, si...
No podía encontrar su remera por ningún lado. El timbre sonó por tercera vez y Mirta volvió a gritar. Juan dejó de buscar, se acercó a la puerta y observó por la mirilla. Vio a un sujeto de gran mentón, cabeza rapada y manos detrás de la espalda. Entreabrió, asomó la cabeza y examinó el uniforme de cabo que vestía el visitante.
-Si- dijo Juan.
-Usted es Juan Manuel Ricardi -preguntó el otro.
-Si, si... si, soy yo...
- Señor, debe acompañarme...
-¿Cómo?
-Que debe acompañarme, estamos en guerra.
¿En guerra? ¿Desde cuando? Yo no oí nada...
Es una guerra encubierta por los medios, señor. Tiene un diario.
-Si, creo que si...
-Si me permite pasar le muestro.
-Bueno, pase.
- Permiso... Juan buscó el diario, se lo dio.
-Mire esta noticia. Escuche: «Choque de colectivos en el barrio de once: cuatrocientos muertos» .No le suena raro.
- Bueno, en este país los colectivos van cada día mas llenos... respondió Juan rascándose la nuca.
-Creo que no me entiende. A ver esta otra, escuche: «Continúa el flagelo de la pirotecnia ilegal: edificio de SIDE derrumbado por cañita voladora.». Que me dice.
-Disculpe, no entiendo a qué va...
-Juan ¿Quien era?- dijo Mirta.
Un oficial de la marina, lo dejé pasar...
Soy cabo del ejército- aclaró el militar.
-Eso...
Mirta entró en la habitación. Llevaba el cabello atado con una gomita y el lazo del delantal deshecho. - Que pasa- preguntó
-Este señor dice que hay una guerra encubierta por la prensa...
- Así es señora - intervino el militar- le estuve leyendo algunos titulares a su marido. Escuche éste: «Crimen pasional en el barrio de Palermo: Mujer despechada asesina a sus trescientos veintitrés amantes» Se da cuenta señora
-Claro que me doy cuenta, sólo un idiota tan grande como mi marido no se daría cuenta. No había leído el diario todavía. Por lo visto compraron a la prensa. Me deja perpleja. Aunque yo sabía que se acercaba el fin... y dígame: Quién nos ataca ¿Los yanquis? ¿Inglaterra?
-No lo sabemos...
- Y usted viene a reclutar a mi esposo para pelear. No es así.
-No exactamente – el militar meditó unos segundos -...la guerra está perdida, señora. Sabemos que a medianoche nos lanzarán la bomba de hidrógeno. Buenos Aires dejará de existir. Y en cuestión de días el resto del país correrá igual destino.
-¡Dios mió!- dijo el matrimonio al unísono. Mirta cruzó los brazos
-Entonces a que viene – preguntó.
- El Gobierno ha seleccionado un grupo de hombres para preservar la sociedad argentina. Tenemos un refugio subterráneo al efecto...
-¿Me esta queriendo decir que mi marido es uno de esos hombres? - dijo Mirta.
- Así es señora. Por cierto -.Y miró a Juan, ordenándole- Báñese y reúna su ropa en un bolso. Rápido por favor. Debo llevarlo a la base, no tenemos mucho tiempo.
Juan fue al dormitorio. El militar y Mirta cruzaron miradas esquivas. Mirta carraspeaba intentando llamar su atención.-No lo puedo creer-dijo. El militar no escuchó, observaba los motivos del empapelado.
-Quiere café mientras espera- dijo Mirta -Bueno, muchas gracias señora. -Venga, vamos a la cocina. El militar fue detrás de ella y tomó asiento.
-¿Y como es la vida en el ejército? – preguntó Mirta.
-Bueno... gratificante...
-Sólo eso.
-...supongo que si...
- Por lo que veo no es un hombre de muchas palabras...Sabe, yo tengo un título en filosofía, el año pasado me editaron un libro. También escribo artículos para revistas culturales. ¿Usted es lector?
-...Algo...
-Mirta Ricardi, no le suena.
-Mmm...No...
Seguro es a mi marido a quien busca
Seguro...
-Quizá le dieron la dirección correcta, pero se equivocaron en el nombre...
-No lo creo...
Entiendo -dijo Mirta -El café con azúcar o edulcorante.
Dos de azúcar por favor.

Juan salió del baño cubierto con una toalla. Desde el dormitorio gritó: Mirta ¿No viste mi carné de San Lorenzo?
- Para que mierda querés el carné de San Lorenzo. Va a caer la bomba de hidrógeno, salame. No va a quedar ni el hipódromo...
- Se da cuenta- dijo Mirta al militar- Ve por qué le pregunto si no
hay una equivocación. Este hombre es un perfecto estúpido. El militar no contestó. Mirta sirvió una taza. - Aquí tiene el café- dijo
-Gracias, señora- contestó el militar -¿Seguro no hay un error?
-Seguro... - dijo el hombre.
- Discúlpeme - Mirta corrió al comedor, sonaba el teléfono, atendió -Hola...
-Hola ¿Mirta? Habla Zulma. No sabes lo que me pasó. Un soldado vino a casa diciendo que hay guerra y que al Roque lo eligieron para continuar la sociedad argentina...
- ¡Pará Zulma! ¿Al Roque? ¿Tu marido? ¿Ese pajero?
-Si Mirta, increíble, y me acaba de llamar Moni, dice que reclutaron a Oscar...
-¡Oscar! ¡Dios mió! ¡Es peor de lo que pensé! ...De acá se están llevando a Juan...
-¡No me digas!
- Si Zulma, lo que escuchás. Mirá, te dejo que ya se está por ir...
Mirta volvió a la cocina. El militar había terminado su café y miraba por la ventana. Silbaba un tango. Juan apareció con un bolso azul en su mano. - Estoy listo- dijo
- Debemos partir inmediatamente- ordenó el militar y caminó hasta la puerta.
Juan comenzó a llorar como un chico de seis años. En los agujeros de su nariz se formaron burbujas. Mirta le alcanzó un pañuelo: -Tomá, limpiate y no llorés más- dijo.
Juan la abrazó. No sabía que decir; no dijo nada.
- Ok ok, andá Juan -dijo Mirta- no hagas esperar al señor. Juan y el militar abandonaron el departamento.








POR ALICIA LEONOR ORLANDO

En apacible quietud, Adrián, como frente a una cámara de filmación, enciende un cigarrillo, el fósforo cae, rápidamente destellea y se apaga.
Deseo a este hombre.
El acaricia mi cara, mis labios, mis ojos cerrados. Dice algo. Pregunto qué ha dicho.
Contesta:-¿nunca te lo planteaste?
Va hacia una puerta, la abre, vacila, estudia la dirección que ha de tomar, cruza la puerta. No son ilusiones ópticas ni efectos de mala iluminación cinematográfica, sino zonas discontinuas, erosionadas por el tiempo. Yo también cruzo la puerta, no se si dócilmente o arrojada al laberinto. Ya no soy una mujer, soy un maniquí. La misma secuencia se repite varias veces, voy, no se si arrojada, maniquí o náufraga del paraíso perdido, pero lo hago dócilmente, aunque deba forzar el cuerpo y me tiemblen las piernas.
Cambia la secuencia. La cafetería ostenta el cartel 2666 en el frente.
Adrián, apoyado en la barra, toma un aperitivo. Tiene la piel tostada, el cuerpo trabajado a fondo, vestido con bermudas, remera y zapatillas de marca. En el anular, una alianza.
-Hablemos – dice
-De qué
-De la felicidad. Es curiosa la felicidad, viene de golpe, dan ganas de llevársela- Y con gesto actoral agrega -“soy voluble, hace una semana te amaba, en momentos de exaltación llegué a pensar que éramos una pareja del paraíso. Pero ya sabes que sólo soy un fracasado: esas parejas existen lejos de aquí, en París, en Berlín…
Le interrumpo - Bolaño, Adrián repetís a Bolaño. Quitemos los efectos dramáticos-
La historia es la misma e inevitable, la del amor que se interrumpirá.
Un barco de turistas entra por el canal, una voz de mujer habla en italiano, oírla tan fuerte por el altavoz constituye un alivio. Quiero decir: Adrián y yo callamos. Pero en mi corazón y en mi cabeza, subyace el paisaje del laberinto.

La escritora confía que un poco de aire y movimiento le ayudará a alejarse por un rato de sus personajes. Es madrugada, en el reloj son seis menos diez. Deambula por la playa, puede ser Ostende. El andar la va llevando a la cafetería. El cartel 2666 ocupa la pantalla.
En el fondo, de cara a la luz muerta del aparato de TV, que brilla sin sonido, un mochilero escribe. Ella se sienta, el desconocido da vuelta la cara, la mira por sobre los lentes con ojitos de zorro.
Surge en la escritora la visión de ese rostro, se sobresalta. Sabe que él no puede ser él. Si bien a Bolaño lo había encontrado un par de veces, en breves pero intensos encuentros, sabía de su muerte en Barcelona.
Son rasgos comunes o mi capacidad de fabulación, dice hablando para consigo misma, con el propósito de no prestar más atención al individuo.
Con increíble seguridad, el mochilero hace anotaciones en un block.
Después arranca la hoja. La hoja cae.
Ella recoge el papel, hace una lectura rápida: Son las seis y la voz en off de la mujer dice que lo acompañará al avión. No es necesario, dice él.
El mochilero guarda sus cosas, se pone de pie, la imagen queda inmóvil, un lapsus intencional oscurece la escena, como si la escenografía conspirara para perderlo de vista o borrarle el rastro.
Al instante una anciana ocupa el lugar que ocupaba el mochilero, luego aquella se levanta y se sienta un marino.
La escritora se acerca, pregunta si ha visto salir a un mochilero, él no está seguro, cree sí haber visto a una anciana.
-Ha sido un deslumbramiento – dice ella.


Casi sin transición, la escritora pone la hoja manuscrita sobre el escritorio. Enciende la PC, abre la página de word y copia: “Son las seis y la voz en off de la mujer dice que lo acompañará al avión”
El recuerdo le trae a Bolaño hablando de la declinación de su salud y del miedo de no llegar a terminar su última obra.
-En fin- dice y escribe: ’’Adrián no acepta que la mujer lo acompañe, ya la llamará cuando llegue a Barcelona.
La mujer habla del otro lado de la línea, dice que alguna vez él tendrá que contarle a su esposa todo lo que ha ocurrido entre ellos, todo, tanto la felicidad como el sufrimiento.
Como si las palabras le resultaran indiferentes, él pregunta por
qué. Ella responde con otra pregunta. ¿Estás enamorado de tu esposa? Adrián responde. Desde el otro extremo, se escucha un clic’’.
ALICIA LEONOR ORLANDO






por PABLO PUENTE
Nunca supimos de dónde salió. Algunos dicen que se había formado en la Legión Extranjera y otros que era un ex S.A.S. británico; pero yo, que fui su chofer desde el primer contrato que cumplió para el Jefe, sé mejor que nadie que eran todos inventos, leyendas, porque Smith jamás habló del asunto.
Cuando pasaba a buscarlo, se prendía el cinturón de seguridad, controlaba que le arrugara el traje lo menos posible, se ponía los guantes de cuero negro y, mientras enroscaba el silenciador en el cañón de la Sig Sauer, se limitaba a darme indicaciones básicas:
—Usted va a esperarme con el motor en marcha a media cuadra de la puerta, donde yo se lo indique. Cuando me vea salir, arranque despacio. No es preciso llamar la atención.
Una sola vez lo vi tirar. El Jefe organizaba un asado de negocios en la estancia de Luján y quiso que Smith estuviera presente.
Durante la sobremesa, le dijo:
—¿A cuántos metros del alambrado estaremos, Smith?
—Disculpe —respondió—, pero aún no me familiarizo con el sistema métrico. Estamos a veinticinco yardas.
El Jefe accionó su silla de ruedas para ponerse de frente al alambrado y dijo:
—Le doy quinientos dólares por cada tiro clavado en el poste que elija.
—No quiero abusar de su generosidad —dijo Smith—. Prefiero una botella del mejor whisky de malta que haya en la bodega por cada alambre cortado. Cuatro tiros, uno por hilo. Desde arriba hacia abajo. Veinte segundos desde su orden.
Los motores de la silla del Jefe volvieron a oírse mientras giraba para mirar al resto de los invitados:
—Abran los ojos —dijo—, porque esto no se ve todos los días.
Después se acomodó para disfrutar del espectáculo y dijo:
—Estamos listos, Smith. Es su turno.
Lo que oímos a continuación fueron cuatro estampidos, y después de cada uno vimos los alambres cortados chicoteando.
Todos aplaudieron, y Smith asintió para mostrar su agradecimiento.
—Cuatro botellas entonces —dijo Smith—. Tres para el respetable público y una que me llevo.
A la hora del regreso, me entregó la botella:
—Guárdela —dijo—. Podemos llegar a necesitarla.
En la ruta, Smith me preguntó:
—¿Por qué no aplaudió como los demás?
—Porque no me gustó que lo exhiban como atracción.
—Lo felicito. Esa chusma no me merece, y noto con gusto que a usted tampoco —dijo, y ya no volvió a hablar.
Al mes, el Jefe compró un cabaret, y la primera noche lo cerró para que lo disfrutáramos solo algunos de nosotros. “Un regalito para mi mejor gente”, dijo.
Hubo un par de shows de lesbianismo, bailes en el caño y ese tipo de cosas, y después los muchachos empezaron a subir a los cuartos con las mujeres.
— ¿No consume? —me preguntó Smith, señalando con la cabeza la escalera que llevaba a la planta alta.
—No, gracias —dije.
—Me parece la mejor opción —dijo—. Hay mujeres que si no cobraran jamás perderían la virginidad; pero sus compatriotas acá presentes parece que todavía no lo descubren.
Seguramente picado por el alcohol, Bermúdez, uno de los capitanes, se nos acercó y dijo:
—Hagan algo, che, parecen un par de putos. Bah, parecen. Qué se yo si parecen…
Instintivamente quise pararme, pero Smith me contuvo agarrándome de un brazo.
—No se manche —dijo.
Pocos días después encontraron muerto a Bermúdez. El orificio único y perfecto, justo entre las cejas, no necesitó firma.
La última noche que vi a Smith me pidió que lo llevara hasta una casona de Martínez. Me sorprendió que no se pusiera los guantes ni enroscara el silenciador. Estaba más callado que nunca.
—Es una reunión —dijo, mientras me señalaba dónde estacionar—. Puede apagar el motor. Acaso tarde un poco.
Al rato se oyeron tiros. Veinte como mínimo. Y no pasó demasiado tiempo hasta que vi salir a Smith sentado en la silla de ruedas del Jefe.
Acerqué el auto. Smith se trepó. De la rodilla izquierda hacia aba
jo el pantalón era una sola mancha de sangre. —No eran muy buenos —dijo—, pero eran muchos. —Lo llevo al médico —dije.
—Olvídese del asunto. Esta pierna está para cortar ¿Se imagina? El rengo Smith. Forget it. Déme la botella de whisky que nos trajimos del asado y lléveme al río. Conduzca despacio. Hay menos apuro que nunca.
En el camino dijo algunas cosas en inglés, que no entendí. Cuando la voz se le iba, tomaba un trago de whisky y seguía hablando, con la vista fija en el parabrisas.
—Estacione ahí —dijo ni bien vimos la costa—. Aunque un hombre no tenga derecho a ser enterrado en su Patria, tiene derecho, al menos, a morir mirando en dirección hacia el lugar donde nació. Apague el motor, si es tan amable.
Tomó otro trago para aclararse la garganta, sacó de la guantera el silenciador y los guantes y me los entregó.
—Son suyos —dijo—. Creo que su compañía fue lo único disfrutable en esta tierra bárbara. Ahora váyase.
Bajé del auto y encendí un cigarrillo. No alcancé a caminar cincuenta metros cuando oí el disparo.
PABLO PUENTE



por LEVA COSANOVICH
Los dos chicos, que pronto iban a morir, empujaron el Falcon amarillo hasta la esquina. Lo hicieron arrancar sin que el padre de uno de ellos oyera.
Felices por haber vencido su propio temor, buscarían a Roberto, el único que, sobreviviría al accidente. Iban a bailar a uno de los pueblos vecinos.
- No te encontrás con tus amigos como todos los sábados- preguntó la madre de Roberto, al verlo preparar la cama para acostarse.
-No quedé en nada con Gustavo- replicó.
Gustavo era su amigo del alma y compañero del secundario, con
él pasaba, no solo las horas de clase sino también las tardes y los fines de semana ayudándolo en el trabajo. El padre de Gustavo, el dueño del coche, era también propietario de un supermercado, un gordo gracioso al que Roberto quería, como a un padre, del suyo casi no se acordaba. El padre de Gustavo, cuando terminaba la jornada, ponía en su mano unos billetes, que no venían mal para colaborar en la casa.
La madre planchaba un guardapolvo cuando oyó la bocina. Asomada a la ventana percibió a los chicos y se asombró verlo en el coche.
-Te buscan, hoy vienen motorizados- dijo
Ya Roberto estaba de pie.
-Si ma, salgo un ratito a dar unas vueltas y vuelvo, acostate nomás.
Salió, sonrientes los amigos golpearon sus manos. El que iba en al asiento del acompañante sacó un casette del bolsillo, lo besó aparatosamente y lo colocó en el estéreo. El ecualizador comenzó a destellar con flashes armónicos, acompañando el ritmo de la melodía.
(Ese sería uno de los pocos recuerdos de Roberto ¿pero era tan así?).
-¡A Quitilipi, sin escalas! gritó triunfal el conductor.
Juan, el acompañante, había vuelto de Corrientes hacía sólo una semana, después de once meses de trabajar en la construcción. Se acercaba su cumpleaños, pero jamás llegaría a los veinte.
Su padre hubiera querido que se quedara esa noche. -Para charlar- le dijo.
-No entiendo el apuro por salir a vagar- después comentó a su esposa.
-Dejalo, es joven, si no sale ahora, cuándo lo va a hacer. Ya tendrá tiempo de quedarse en casa.
Cuando ocurrió lo que ocurrió, este mismo hombre visitó al único sobreviviente. Al verlo sonrió sin articular palabra. Después lloró desconsolado, acariciándolo con sus curtidas manos.
Roberto sobrevivió, aunque en cada uno de los días, después, no dejó se sentir, algo así como de extrema culpa, repitiendo que nada malo o fuera de lugar habían hecho.
-No íbamos rápido no. La música llenaba el ambiente. Solo música, y las luces titilando en el ecualizador. La noche era cálida, llevábamos las ventanillas abiertas.
Cerré los ojos un momento, apoyé la cabeza mirando hacia el techo y cerré los ojos. Los abrí un segundo antes de chocar con el puente. Y me tiré al agua. Ellos quedaron sumergidos. La luna en perfecta sintonía con el río, traía y borraba las figuras de mis dos amigos, allí, dentro del coche. Y yo no hice nada por ellos, mi mente decía de salvarme yo, porque pensé en vos mamá y en mis hermanos.
LEVA COSANOVICH