sábado, 11 de octubre de 2008

COARTADAS Nº 4

TALLER DE CUENTO

Coordinador: VICENTE BATTISTA

Ana Menéndez

La decisión

Bajó del tren y se sentó en uno de los bancos de la estación. Tenía frío pero demasiada pereza para buscar un abrigo. Veía pasar la gente apurada, controlaban sus relojes, casi corrían. Tal vez temerosos de no llegar a horario.

El tren partía. Se quedó mirándolo hasta que desapareció el último vagón. La atravesó un ligero temblor. Se repuso enseguida, lo había meditado bastante, ya no tenía dudas. Encendió un cigarrillo y se entretuvo en seguir el recorrido de las volutas de humo. Parsimoniosas, relajadas. Palpó el dinero que llevaba en el bolsillo. No era demasiado. Recordó la bandeja de sándwiches que había comprado en la última parada. Aún permanecía intacta asomando apenas por el cierre del bolso.

Un hombre se acomodó a su lado y ella hizo el ademán de correrse como quien rechaza cualquier contacto. Él tenía el pelo blanco, vestía un sobretodo gastado y una bufanda atada al cuello. La miró y sonrió. Ella dio vuelta la cabeza. Molesta por la compañía se levantó y empezó a caminar hacia la calle.

Sintió los ojos del anciano que la seguían e imaginó la historia que estaría tejiendo en torno a ella. Se rió. Nadie podía sospechar el lugar que había abandonado ni vislumbrar su decisión. Alguien la empujó al pasar y la hizo trastabillar. Se volvió para insultarlo pero no pudo distinguir quién había sido. Se tragó la bronca como otras tantas veces. Siempre lo mismo. Ella callaba y todo seguía igual. No tan cerca, había dicho él y disparó, levantá los brazos un poco más, sostenete el pelo, así. Casi las mismas poses, idénticos encuadres y el mal humor de siempre.

A pesar de la llovizna decidió caminar antes de tomar un taxi. Le encantaba sentir el agua empapándole el pelo y la ropa. La lluvia se hizo más intensa. Mientras la gente trataba de guarecerse ella se sacó los zapatos y despreocupada continuó el paseo. Otra vez se figuró ojos que la seguían en ese deambular incomprensible. Otra vez rió. Tampoco ellos, como el hombre de la estación, podían figurarse de dónde venía ni hacia dónde iba. Vos sí que hacés un laburo piola y encima ganás buena guita, solían decirle sus amigos.

Había oscurecido y cesado la lluvia pero persistía el frío. Abrió el bolso y sacó una campera. La bandeja de sándwiches se deslizó y la vio hundirse en un charco de agua turbia. Se enfundó en el abrigo dispuesta a no interrumpir el placer de esa libertad sin tiempo. Acaso la lluvia fuera la mejor compañía: no intentaba adivinar, no elucubraba hipótesis, solo persistía en su afán de inundarla.

Después de varias cuadras entró a un bar y pidió un café. Sentada cerca de la ventana se distrajo con el ajetreo del día que terminaba. Sin embargo todavía es temprano, pensó. -A ver, más arriba el mentón ¿Qué te pasa?, concentráte querés, ¿sos o no sos una profesional? Tengo que entregar el material mañana a primera hora. Eso era lo único que importaba.

Esta vez el tiempo no la urgía, más bien estaba disfrutándolo. Como cuando en la infancia podía emplear horas en observar una procesión de hormigas que transportaba su carga. La reconfortó el recuerdo. Pidió otro café y dejó que esos días la invadiesen. La casa de los abuelos escondida entre los eucaliptos, las escapadas a la hora de la siesta. Un palo como bastón y a desafiar el peligro de perderse entre senderos interminables. No tengo que tener miedo, solía pensar, siempre que vea la veleta sabré volver a casa. Y siempre volvía antes de que empezaran a preocuparse. Recordó a un amigo que tenía entonces, un chico menor que ella, de mirada lánguida y bastante extraño. Hablaba muy poco pero cuando se encontraban le llevaba piedras de diferentes formas que ella guardaba como pequeños tesoros. El nunca quiso decirle donde vivía. Siempre lo encontraba en un lugar distinto. Le gustaba lo inesperado de esos encuentros Un día no lo vio más, y al tiempo enterró las piedras en uno de aquellos senderos.

En el bar, fantaseó que lo veía sentado frente a ella. Se oyó contándole la decisión que había tomado. Saboreó el asombro en la cara de él. Trató de imaginar los reproches, aunque jamás él hubiera dicho nada para contradecirla. Lo vio bajar los ojos como tantas veces. Intentó sonreírle con ternura, pero él ya había desaparecido.

Eran más de las once cuando pagó y se fue.