jueves, 27 de noviembre de 2008

revista coartadas nº 4

TALLER DE CUENTO

Coordinador: VICENTE BATTISTA

Ana Menéndez

La decisión

Bajó del tren y se sentó en uno de los bancos de la estación. Tenía frío pero demasiada pereza para buscar un abrigo. Veía pasar la gente apurada, controlaban sus relojes, casi corrían. Tal vez temerosos de no llegar a horario.

El tren partía. Se quedó mirándolo hasta que desapareció el último vagón. La atravesó un ligero temblor. Se repuso enseguida, lo había meditado bastante, ya no tenía dudas. Encendió un cigarrillo y se entretuvo en seguir el recorrido de las volutas de humo. Parsimoniosas, relajadas. Palpó el dinero que llevaba en el bolsillo. No era demasiado. Recordó la bandeja de sándwiches que había comprado en la última parada. Aún permanecía intacta asomando apenas por el cierre del bolso.

Un hombre se acomodó a su lado y ella hizo el ademán de correrse como quien rechaza cualquier contacto. Él tenía el pelo blanco, vestía un sobretodo gastado y una bufanda atada al cuello. La miró y sonrió. Ella dio vuelta la cabeza. Molesta por la compañía se levantó y empezó a caminar hacia la calle.

Sintió los ojos del anciano que la seguían e imaginó la historia que estaría tejiendo en torno a ella. Se rió. Nadie podía sospechar el lugar que había abandonado ni vislumbrar su decisión. Alguien la empujó al pasar y la hizo trastabillar. Se volvió para insultarlo pero no pudo distinguir quién había sido. Se tragó la bronca como otras tantas veces. Siempre lo mismo. Ella callaba y todo seguía igual. No tan cerca, había dicho él y disparó, levantá los brazos un poco más, sostenete el pelo, así. Casi las mismas poses, idénticos encuadres y el mal humor de siempre.

A pesar de la llovizna decidió caminar antes de tomar un taxi. Le encantaba sentir el agua empapándole el pelo y la ropa. La lluvia se hizo más intensa. Mientras la gente trataba de guarecerse ella se sacó los zapatos y despreocupada continuó el paseo. Otra vez se figuró ojos que la seguían en ese deambular incomprensible. Otra vez rió. Tampoco ellos, como el hombre de la estación, podían figurarse de dónde venía ni hacia dónde iba. Vos sí que hacés un laburo piola y encima ganás buena guita, solían decirle sus amigos.

Había oscurecido y cesado la lluvia pero persistía el frío. Abrió el bolso y sacó una campera. La bandeja de sándwiches se deslizó y la vio hundirse en un charco de agua turbia. Se enfundó en el abrigo dispuesta a no interrumpir el placer de esa libertad sin tiempo. Acaso la lluvia fuera la mejor compañía: no intentaba adivinar, no elucubraba hipótesis, solo persistía en su afán de inundarla.

Después de varias cuadras entró a un bar y pidió un café. Sentada cerca de la ventana se distrajo con el ajetreo del día que terminaba. Sin embargo todavía es temprano, pensó. -A ver, más arriba el mentón ¿Qué te pasa?, concentráte querés, ¿sos o no sos una profesional? Tengo que entregar el material mañana a primera hora. Eso era lo único que importaba.

Esta vez el tiempo no la urgía, más bien estaba disfrutándolo. Como cuando en la infancia podía emplear horas en observar una procesión de hormigas que transportaba su carga. La reconfortó el recuerdo. Pidió otro café y dejó que esos días la invadiesen. La casa de los abuelos escondida entre los eucaliptos, las escapadas a la hora de la siesta. Un palo como bastón y a desafiar el peligro de perderse entre senderos interminables. No tengo que tener miedo, solía pensar, siempre que vea la veleta sabré volver a casa. Y siempre volvía antes de que empezaran a preocuparse. Recordó a un amigo que tenía entonces, un chico menor que ella, de mirada lánguida y bastante extraño. Hablaba muy poco pero cuando se encontraban le llevaba piedras de diferentes formas que ella guardaba como pequeños tesoros. El nunca quiso decirle donde vivía. Siempre lo encontraba en un lugar distinto. Le gustaba lo inesperado de esos encuentros Un día no lo vio más, y al tiempo enterró las piedras en uno de aquellos senderos.

En el bar, fantaseó que lo veía sentado frente a ella. Se oyó contándole la decisión que había tomado. Saboreó el asombro en la cara de él. Trató de imaginar los reproches, aunque jamás él hubiera dicho nada para contradecirla. Lo vio bajar los ojos como tantas veces. Intentó sonreírle con ternura, pero él ya había desaparecido.

Eran más de las once cuando pagó y se fue.

Mirta Morilla

ALACRáN DE TERCIOPELO

          Nos acecha el cristal. Si entre las cuatro

          paredes de la alcoba hay un espejo,

          ya no estoy solo. Hay otro. Hay el reflejo

          que arma en el alba un sigiloso teatro.

Los EspejosJorge L. Borges

Una lámpara de pie con luz tenue, ilumina la habitación. Gabriel, inquieto, da vueltas en la cama. Ya fumó el último cigarrillo del día y bebió el acostumbrado whisky. Como otras veces, empieza a recorrer con la mirada el cuarto elegante y las paredes claras. Cuando su vista se detiene sobre un espejo, en él aparece una hermosa muchacha. Ella camina hacia Gabriel. Hay odio en sus ojos. Ya está a su lado. Saca un puñal del bolso. Lo clava en el pecho del hombre. La sangre brota sin control. La muchacha se vuelve. Su vestido largo de terciopelo negro recuerda la cola siniestra de un alacrán. Corre hasta la puerta. La abre. El alcanza a tomar un revólver. Intenta dispararle. La mujer ha desaparecido.

Con la frente y el cuello empapados de transpiración, Gabriel se incorpora con dificultad. Trata de serenarse. ¡Ya pasaron más de cinco años de aquello!, reflexiona. Le vuelven a la mente imágenes que quiere olvidar. El burdel de aquel pueblo, calles de tierra, casas bajas de chapa con puertas y ventanas entreabiertas donde acechaban siempre ojos sombríos, el prolongado y sangriento tiroteo en el que había matado a El Rubio, el juramento de la mujer del hombre, Mayra, bella, sensual y su furia al saber que Gabriel pertenecía a la policía secreta y el juramento: “Arrojaré tus venas a las llamas del vudú”. Me burlé entonces, recuerda. ¿Qué siento ahora?, se pregunta. Enciende un cigarrillo, intenta dormir, sin lograrlo.

Esa noche Gabriel llega más tarde que de costumbre. Está rendido, se acuesta. Entrecierra los ojos, permanece en una prolongada duermevela. En el salón del hotel, un reloj da las cuatro. La puerta de la habitación se abre lentamente. Gabriel lo advierte. Busca un arma en el cajón de la mesa de luz y la guarda debajo de la almohada. La muchacha vestida de negro entra a la habitación. ¡Sí, es Mayra, no puede ser!, dice para sí, Gabriel. Ella sonríe, se acerca, lo besa en los labios. Luego intenta clavarle su puñal en el pecho. El le dispara varias veces. Ella se retuerce dolorida. Huye y mientras lo hace se transforma en un repulsivo alacrán que se arrastra con la respiración agitada. Su cuerpo convertido en una masa oscura, informe, atraviesa el espejo. Gabriel continúa disparándole. Sobre la superficie brillante hay una grieta enorme, hay olor a muerte.

Gabriel vuelve a tenderse sobre la cama. Suspira aliviado. Por fin duerme, al menos esa noche.

Alicia Leonor Orlando

LA ESPERA

Pedro aceptó el mate de mano de Juan, sin desviar los ojos del camino que se bifurca. Miraba como queriendo ver más allá de la luz que enardecía el horizonte.

—Va para tres meses que no cae ni una gota —dijo.

—Buena falta hace el agua —respondió Juan—. Si sigue así, me voy. Ya se fue el mujerío, los puesteros, hasta las alimañas escaparon, sólo faltamos nosotros.

—Yo no me voy, soy de aquí y aquí me quedo. Con un techo y un pedazo de carne me basta. Irme yo —contestó Pedro.

Juan preguntó si quedarse no significaría aguardar el regreso de alguien.

El -tal vez- no pareció una respuesta, sino una reflexión.

—También, jugarla en una apostura —agregó Juan.

—Fue culpa del mal vino —justificó el otro.

—Lo tengo presente. Aquel hombre era especial. ¿De dónde vendría?

—Del este —contestó Pedro.

En Villa Rincón Viejo no lo habían visto llegar, quizá por esa súbita oscuridad en que cae de pronto la noche. Tampoco habían oído el trote de su caballo. Lo vieron, sí, en el boliche, inclinado sobre el mostrador y lo aceptaron sin preguntas, costumbre de pueblo chico. Y por ser pueblo chico, se fueron entretejiendo hipótesis con más imaginación que verdades y mil y una fantasías.

Mientras el forastero permaneció en Rincón Viejo, todo lo suyo fue juego y mujeres. Tenía la particularidad de ser bien visto por ellas, quizá por la forma de montar el zaino, por algún matiz de su físico, la mirada, la energía del rostro, la encubierta picardía del jugador y del mujeriego, cuyas habilidades peligrosas resultaban simpáticas. Posiblemente porque había andado mucho y narraba aventuras, las más referidas a “hembras”. Cuando jugaba era otra cosa, le salía luz por los ojos y el cigarro se hacía ceniza en la boca. Lo único que permitía, ante la embestida de cada baraja, era el galope de los corazones. Y a pesar de la atmósfera quieta, el delirio llenaba el boliche.

—Era suertudo para el juego, igual que si la recibiera del diablo. Si había carrera de perros, apostaba y ganaba, si riña de gallos, también. Si veía una gallina, era capaz de apostar a cuando iba a poner el huevo- dijo Juan y largó la carcajada.

Pedro había oído hablar del forastero, pero no lo había visto aún. Sabía del jugador que estaba en el pueblo, sabía, que con los dados, había ganado una fortuna al dueño de la gallera. El día que lo topó en el boliche, le bastó mirarlo para encontrar en el otro algo que lo atrajo. Pedro era joven, el gusto por el riesgo lo llevó a proponerle una partida de truco, él sabía hacer lo suyo y bien. Pero nunca pudo olvidar el brillo en los ojos del hombre al decir:

—Si no tiene miedo, venga a buscarme, hay que matar la duda —y vio la seguridad de su mano al arrojar el as de espadas.

—La derrota se me hizo carne- dijo Pedro recordando –Pedí desquite. En lugar de barajas, esta vez será cuadrera, propuso el forastero. Deposité todo lo que me quedaba y hasta lo que no. Tenía fe en mi potrillo.

—Lindo animal —comentó Juan—. Un caballazo con lucero en la frente.

—Y ancas manchadas igual a salpicadura de salitre. De un tirón recorrió más terreno que el pingo del forastero.

—Qué cosa, mancarse al pegar la vuelta —añadió Juan.

—Dicen que los criollos no lloran, lo que es a mí, se me hizo un nudo en la garganta cuando hubo que sacrificarlo. De rabia me mamé fiero.

En el pueblo todos conocían la historia, pero había tantas historias como voces para contarlas. Unos atribuían la acción de Pedro a la embriaguez, otros a que el hombre pensó que el forastero no se atrevería, y los menos, que Pedro se había vuelto loco.

—Ahí nomás exigió la paga. Le di a entender que tendría que esperar. No quiso saber nada. Le ofrecí el rancho, para qué, era hombre de andar de pueblo en pueblo.

—¿Y ganado? Le hubiera ofrecido ganado.

—Lo hice, pero él ya tenía la idea, mi mujer. Ni se bajó del zaino, se agachó no más y con el brazo la alzó en la montura.

—Ella tampoco puso resistencia —dijo Juan.

—No, se dejó llevar —contestó Pedro y el dolor le hizo evocarla— Era linda, con aquel pelo negro, con la piel suave. Si me parece oír el revoloteo de su pollera, el crujir de sus pasos dentro del rancho.

El forastero la había visto en los aprontes de la cuadrera, la estuvo desvistiendo con la mirada, lo vi saborearla de a poquito. Cuando se la llevó sentí retorcérseme las entrañas, sentí necesidad de pelear, de correr tras el ladrón. La borrachera me hizo andar a los tumbos, debí caminar leguas porque el camino se hizo oscuro y regresé. Como un cobarde regresé. Pero al otro día salí de nuevo a buscarlos, anduve con datos falsos. Se hicieron meses, pueblos por los que nunca había andado, pregunté en boliches, chacras, en comisarías, por si acaso hasta fui a un convento. Regresé sin nada y se me fue el gusto como quien dice-

Juan, para romper la tensión, le acercó un mate. Pedro ladeó en sombrero.

—Pucha —dijo—, se me pusieron los ojos ardidos por el humo y eso que no sopla viento.

Hizo sonar la bombilla y agregó:

—A veces se me hace que ha de venir del este.

—¿Quién? —preguntó el otro.

—La lluvia.