miércoles, 21 de julio de 2010

TALLER DE NOVELA

Coordina: MARIO GOLOBOFF


De todas las actividades que conformarían ese vasto y complicado universo generado por la pasión literaria, quizás no sea justamente la de entrelazar los primeros signos sobre una página en blanco la fundamental o, en todo caso, aquélla respecto de la cual la sociedad deba sentirse en primer término reconocida.
Si bien tal inscripción está, naturalmente, en el origen de todo, las razones y los mecanismos que la ponen en movimiento permanecen aún tan ignotos, y aparentan ser tan irreductiblemente personales, que la gozosa y generosa lectura de otros y para otros, la enseñanza, la investigación, el estudio, el trabajo crítico, y tal vez muchos trabajos similares, merecerían ser más estimados en cuanto a repercusiones sociales concierne. Estas últimas labores, en efecto, al lado del narcisismo atribuido al así llamado «creador», parecen ser más recatadas y, a la vez, más solidarias. Escribir, en cambio, cuando no se deja transformar, como en las últimas décadas, en un oficio cortejado por el aparato comercial e industrial (y muchas veces financiero y publicitario, y en no pocas ocasiones político), suele reducirse a una operación de lobo estepario, hostil, obsesiva (para la que cada día se necesita menos del mundo y más del espesor de las sombras) sin que ello quiera decir asocial, porque nada de lo que pasa en el lenguaje lo es. Hay, sin embargo, un período, una etapa en la elaboración textual (cuya duración varía según cada escritor), en la que, superado el estadio de arranque, es la configuración del texto lo que interesa y, principalmente, su recepción, su lectura. En ese momento, el de la corrección, momento que algunos consideran el de la segunda escritura, y otros el de la verdadera, sucede que quien escribe comienza la lucha por la elección de la palabra precisa, la pelea y las inseguridades del tachado y el desechado, las del pulido, las del modelado. Etapa donde, por lo general, se impone más el sintagma que el paradigma, las relaciones internas del texto que las externas.
(Es cierto que hablar de instantes, de momentos, de etapas puede dar la impresión de que se trata de operaciones escolares, subsiguientes, absolutamente aisladas: escribir, primero; luego, corregir. En realidad, lo que por lo general ocurre es que sólo el primer manuscrito «sale» casi sin otra corrección que la mental o la que impusieron la tradición, la norma, el inconsciente, el ojo rápido, el oído, la memoria. Enseguida, sucede como si las operaciones se mezclaran permanentemente, y ya no se escribiese sin corregir, y corrigiendo se fuera escribiendo, hasta el final, hasta que se publica y, en oportunidades, aún después.)
O acaso sea cierto que el verdadero trabajo de escribir comienza después del primer esbozo y de los primeros borradores, cuando el mismo autor enfrenta al texto como lector y crítico originarios y se empeña en obtener la modulación que quiere fiel, la palabra propia, exacta, fidedigna.
Para muchos, es recién entonces que se escribe. Algunos, leyendo al tan acudido Yeats («Corrijo, borro, tacho, busco... ¿a quién corrijo sino a mí mismo?». O, sin los interrogantes de la traducción, resueltamente afirmativo: «It is myself that I remake»), suponen que ese acto vigila la exhibición de la persona, tratando de darnos su especie más complaciente y seductora. La impresión no es rara, ni del todo injusta, ya que Yeats no se tenía poca estima... También, y no por nada, se dice que, ante los primeros manuscritos de Flaubert (previos a las dieciocho versiones que, como en el caso de La educación sentimental, modifican el mismo fragmento), uno tiene la impresión de estar leyendo a un mal alumno de cuarto año de colegio secundario. Otros, como aquel infortunado señor Hubert Fabureau, llegan a acusar a Paul Valéry de burlarse de sus lectores porque consideran que la fidelidad está ante todo, y que no puede cambiarse sin mengua ni razón aparente un «départage avec mystère» por un «départage sans mystère».
Una imagen diferente se recoge, sin embargo, de los manuscritos, de las cartas, de los asientos en los diarios, de los testimonios de primera mano. Hay escritores para quienes esta fase constituye un núcleo difícilmente salvable de desesperanza y de desesperación. El propio Flaubert lo incorpora al incesante ascetismo de su práctica, con una voluntad de servicio que no cede ante la fatiga, el dolor, la enfermedad. Es, mejor dicho, su práctica, en el realizado ensueño de querer dar a la prosa la pulsación, las dimensiones, los ecos de una nueva poesía. En esa búsqueda de lo ya intachable, que el poeta quiere brindar de su texto, hay, por encima de toda apariencia narcisista, una voluntad de representación y de ofrenda que está esencialmente destinada al placer de otros, y ello a costa de los mayores sacrificios personales. En tal sentido, lo que alguna vez pudo ser juzgado como «el deseo de presentar a los demás la mejor cara» (intención en que a veces incurrieron los propios escritores), parece ser, por el contrario, un acto de suprema generosidad, en el que va generalmente incluida una mutilación, una resta, en aras de lo que se persigue: el deseo de la mejor lectura, de la más acabada, de la más feliz. (Nadie, me parece, tan apropiado como Horacio Quiroga, para darnos esa imagen de amputación y de cercenamiento, cuando se regodea y, a la vista del título, «La miel silvestre», parece bastante apropiado el goloso verbo- describiendo la actividad devoradora que cumplen esas «curiosas hormigas a que llamamos corrección. Son pequeñas, negras, brillantes y marchan velozmente en ríos más o menos anchos. Son esencialmente carnívoras. Avanzan devorando todo lo que encuentran a su paso...»).
Acto de desprendimiento, en suma, mediante el cual se saca de sí para dar a otros. No es casual, por eso, que muchos de los grandes escritores corrijan extrayendo, y no agregando, lo que constituye una prueba mayor de ese altruismo, de ese gesto finalmente desinteresado y sólo atento al placer, a la satisfacción de otro, un hipotético y desconocido lector.
MARIO GOLOBOFF
Publicado en: S y C, N° 8 (Número dedicado a «La corrección»), Buenos Aires, Octubre 1997( fragmento)







TRAMO FINAL
(fragmento) por MARIA DEL CARMEN MIGUEZ
Un lunes, parecido a cualquier otro lunes o a cualquier otro día, no importa cuál ni en qué orden, todos los días se asemejan, tienen el mismo color, los mismos sonidos, los mismos ruidos. También la hora es casi la misma, 8.20 de la mañana, allí está Lucía, parada en el andén de la estación Federico Lacroze, aunque también podría haber sido Malabia, es azarosa la elección, depende del camino que elija, pero lo que sí es seguro, es que en alguna de ellas debe comenzar su viaje al centro. Gente, mucha gente, gente tan apresurada como ella, personas que se atropellan, se superponen, se empujan. El objetivo primario es subir, el secundario, intentar encontrar un asiento libre. Lucía resiste los empujones, no admite que ese sea el método y a pesar del apuro, cede el paso a los otros y decide permanecer en la misma posición, con la esperanza de poder subir al próximo tren, pero quiere ascender a él por decisión propia, no cediendo a los empujones, ni empujando. Pero son vanas intenciones, porque cuando llegue el próximo ya se habrá juntado una gran cantidad de personas, similar a la que la rodeaba hace unos minutos y ellos también empujarán y ella cederá, se dejará llevar, no opondrá más resistencia. No es precisamente éste, un lugar para ejercer el manejo de la propia voluntad, y menos aún para medir la capacidad de resistencia, reflexionará. Esta es una de las tantas situaciones de la vida cotidiana, donde las decisiones personales quedan a expensas de las colectivas.
Durante media hora, allí dentro del tren, Lucía se dedica a mirar los diversos rostros que la rodean. Escudriña esas caras, se pregunta qué les pasará a todos aquellos circunstanciales compañeros de viaje. Sentirán la misma desazón que ella siente, qué conflictos personales habrán dejado atrás, hacia dónde van, en qué se parecen, en qué se diferencian. Sabe con certeza que ante los mismos hechos, los mismos estímulos, los seres humanos reaccionan de manera diferente. Ella conoce sus reacciones y últimamente debe admitir que no son buenas, está algo sorprendida por sus raptos de intolerancia, por su continuo malestar, por su desasosiego. Por momentos es más que sorpresa, experimenta temor ante sus reacciones, la desbordan, la superan, no puede con ellas y eso la asusta.
Lucía tiene 60 años y ese tren la lleva a su trabajo. Muy a menudo se pregunta qué hace allí, por qué no bajar en cualquier estación y subir las gastadas escaleras que la llevan a la calle, caminar sin rumbo, mirar sin ver, asegurarse de que no está yendo a ninguna parte, ni volviendo de ninguna otra. Lograr que no le importe saber que alguien notará su ausencia, sentir que es dueña de su tiempo, recobrar aunque sea por un rato, algo de la libertad que fue hipotecando a lo largo de su vida, de esa vida que ella sabe se está escapando lentamente, porque, ¿qué es la vejez sino la extinción lenta y gradual de la vida?. ¿Cuándo sucedió? ¿Cuándo comenzó su vejez? No se dio cuenta, reflexiona sorprendida, son muy sutiles los cambios y muy artera la vejez, ese enemigo camuflado que la acosa. Ella supone que comenzó cuando el espejo le mostró su cara, cada vez más parecida a la de su madre nonagenaria o a la de su suegra que acaba de morir. Allí la vio, se vio, empezó a no reconocer su exterior, le molestaba esa imagen deteriorada de ella misma, esa incipiente decrepitud, mientras dentro de sí todavía experimentaba suficiente vitalidad, como para rechazar esa cáscara arrugada que comenzaba a recubrirla.


IDENTIDAD
(fragmento) por JULIA MARIA RIAL
Salgo del patio cubierto y lo veo: Juan, el Polaco (así lo llaman sus compañeros de séptimo) está sentado en un banco de hierro en medio de los eucaliptus del hogar- escuela, con la cabeza baja, el mentón sobre el pecho, los brazos cruzados y su mochila desgastada tirada en medio de las piernas. Lo llamo. Se levanta, me busca con mirada penetrante, cruza con paso apresurado el predio y se cuelga de mi cuello. Cuando vamos a atravesar el portón, no encuentra el permiso de salida semanal en sus bolsillos. Resopla, murmura una puteada y hace un ademán de volverse. Calma, calma…- le pido. El guardia, impasible, habla por teléfono. Autorización concedida- dice. Juan pasa con actitud ganadora. Ya afuera le reprocho su accionar. Sonríe (sus ojos castaño verdosos tienen chispitas cuando está contento) y larga como siempre un “ya fue”…Avanzamos, como el fin de semana anterior, por el sendero de tierra, esquivando baches fangosos y matorrales pinchudos. Su brazo sobre mi hombro, me obliga a caminar inclinada .De repente siento alivio, Juan acaba de soltarse bruscamente, corre y agitando la mano hace señas al colectivo interno. El chofer se detiene, mira con atención y espera. Nos saludamos y arranca. Atrás va quedando el barrio de casas desparejas y a medio terminar. Ya en la estación le pido que saque los pasajes. Uno sólo- afirma. Dos- contesto. Regresa con los boletos pero con “cara larga”, disgustado. Vos no entendés - dice parado en el medio del andén - vos no vas a poder entender nunca la adrenalina que uno siente al escaparle al “chancho”*. Lo miro con cariño, me da gracia. Mientras viajamos permanece callado, con la vista fija en la ventanilla. Sus dedos juegan sin parar con el cierre de la mochila y sus pies rebotan con ritmo acompasado contra el piso. Supongo que está enojado o quizá se hace el enojado. Es increíble –pienso- de tantos años de vivir en la calle la autoafirmación y el placer le pasa por la emoción de apostar al riesgo, de desafiar el límite… Siento que el tren aminora la marcha. Al bajar en Hurlingham avanzamos por sus veredas anchas. Mucho verde y techumbres rojas. Cuando llegamos a casa, toca el timbre a la vez que abre el portón de hierro y se lanza apurado hacia el fondo por la galería descubierta. Veo a Constanza, una de mis hijas, que abre la puerta de la cocina. Juan le suelta un ‘’hola’’ y casi llevándosela por delante entra. Me apresuro intrigada. Constanza me larga una mirada interrogante. Le contesto levantando los hombros. Camino por el pasillo hasta el dormitorio más pequeño. Entro, el Polaco, está de rodillas al lado de la cama, su pelo amarillo y enmarañado, sobre el cajón semiabierto de la mesa de luz. Qué busca - me pregunto. Se levanta, se da vuelta y dice emocionado:
-Quería ver si estaba acá y está. Está acá como lo dejé. En la mano blandía su cepillo de dientes.
*Inspector, en especial empleado en una línea de transporte para controlar el servicio. (Gobello).Diccionario del Habla de los Argentinos. (Academia Argentina de Letras).